1º Domingo de Adviento.
Adviento es
el primer periodo del año litúrgico cristiano, que consiste en un tiempo de preparación
para el nacimiento del Salvador. Se celebran durante los cuatro anteriores a la
fiesta de Navidad. Marca el inicio del año litúrgico en casi todas las
confesiones cristianas. Durante este periodo los feligreses se preparan para
celebrar la conmemoración del nacimiento de Jesucristo y para renovar la
esperanza en su segunda Venida, al final de los tiempos.
Textos del
Día:
El Antiguo
Testamento: Jeremías 33:14-16
La Epístola:
1 Tesalonicenses 3:9-13
En tiempos
antiguos la visita de un rey o un emperador a alguna ciudad o aldea de su
dominio era un acontecimiento inolvidable, y para conmemorarlo, hasta se
acuñaba una placa. Un heraldo real precedía al soberano y anunciaba su llegada.
Y el pueblo de aquella comunidad se ocupaba con el mayor esmero en preparar el
camino por donde había de pasar Su Majestad, en decorar la ciudad y en hacer
toda clase de preparativos para extender al soberano una bienvenida real.
Tampoco iba
con manos vacías el soberano, sino que extendía dádivas y privilegios
especiales a la comunidad que él honraba con su presencia. En esto precisamente
pensaban los profetas Malaquías e Isaías cuando escribieron las palabras que
San Marcos cita en los versículos 2 y 3 de nuestro texto. Por fin empezaría su
ministerio terrenal el Mesías que por tanto tiempo y con tantas ansias se había
esperado. Juan el Bautista fue el escogido por Dios para anunciar la venida de
Su Majestad Divina, el Redentor prometido. Su anuncio al mundo rezaba poco más
o menos así: “He aquí, vuestro Rey viene, un rey mayor que vuestro emperador
Tiberio. Él es el Mesías, el Hijo de David, el Rey de reyes y el Señor de los
señores. Es Dios manifestado en la carne. Por lo tanto, preparadle el camino.
Dadle la bienvenida y recibidle en vuestros corazones.”.
Mucho tiempo ha pasado desde que Jesús completó victoriosamente su gran obra de la redención y volvió al Padre celestial. Sin embargo, hasta que vuelva otra vez en gloria, sigue viniendo a nosotros espiritualmente en su Palabra y sus Sacramentos. Es un gozo inefable saber que Él viene a nosotros al principio de un nuevo año eclesiástico como nuestro precioso Salvador y Rey de Gracia.
Mucho tiempo ha pasado desde que Jesús completó victoriosamente su gran obra de la redención y volvió al Padre celestial. Sin embargo, hasta que vuelva otra vez en gloria, sigue viniendo a nosotros espiritualmente en su Palabra y sus Sacramentos. Es un gozo inefable saber que Él viene a nosotros al principio de un nuevo año eclesiástico como nuestro precioso Salvador y Rey de Gracia.
¿No es
natural, pues, que en todo tiempo le otorguemos la mayor recepción real que podamos?
Ésta es precisamente la invitación que se nos hace en nuestro texto: ¿Cómo
preparamos el Camino del Señor que viene? En Primer lugar Confesando nuestros
pecados y luego depositando toda nuestra fe en Jesús.
I. Confesando vuestros pecados:
I. Confesando vuestros pecados:
El Señor no
puede extender su gracia a los que rehúsan reconocer sus pecados, pues es claro
que no desean su gracia y su perdón. No viene a ellos, porque ellos rehúsan
recibirle, aún más, le menosprecian, le cierran el corazón. Si algo bueno dicen
acerca de Él, todo es vana palabrería y pretensión. Por consiguiente, la obra
de Juan el Bautista, como el heraldo de Jesús, consistía mayormente en predicar
la Ley, lo que hacía con persistencia y sin temor. Sin la menor vacilación dijo
al rey Herodes en su cara: “No te es lícito tener la mujer de tu hermano.” No
iba con medias tintas a nadie. Dijo, por ejemplo, a los fariseos impenitentes,
altaneros, orgullosos, vanidosos y que se creían justos en sí mismos:
“Generación de víboras, ¿cómo evitaréis el juicio del infierno?” Advirtió a los
judíos que no se consideraran hijos de Dios por el hecho de que eran
descendientes de Abraham, sino que produjeran frutos dignos de arrepentimiento.
También les dijo que ya el hacha del juicio divino estaba puesta a la raíz de
los árboles que no producían buenos frutos. El Señor limpiará por completo el
lagar, separará la paja del trigo y quemará la paja en el fuego que nunca se
apagará. Y Juan el Bautista aplicó la Ley según el estado que ocupaba cada
persona en la vida: si era padre o madre, hijo o hija, amo o esclavo, soldado o
civil, recaudador o pagador, etc. Con el martillo de la Ley dio golpes en los
lugares sensitivos y delicados. Con su predicación de la Ley sus oyentes
aprendieron a darse cuenta de sus pecados y a mirar con sobresalto y terror
hacia el Día del Juicio, hacia ese día cuando el Juez justo bautizará con el
fuego del tormento eterno a aquellos que persisten en seguir pecando y rehúsan
abandonar sus malos caminos.
En todo
tiempo los ministros del Evangelio de Jesucristo deben preparar camino al
Salvador mediante la promulgación de las exigencias de la Ley en toda su
inexorable severidad y todo cristiano debe aprovechar cualquiera oportunidad
que se le presente para demostrar al pecador cuan grandes son sus pecados y
cuan terrible es su condición pecaminosa. Todos nosotros debemos escuchar esa
clase de predicación e invitar a otros a escucharla. Es verdad que muchos
pecadores poseen oídos que no quieren tolerar ninguna clase de predicación que
se refiera al pecado. No permita Dios empero que los ministros en particular y
la iglesia en general se dejen intimidar de esa generación de víboras. A
emulación de Juan el Bautista, los predicadores y la iglesia, sin el menor
rodeo, deben seguir mostrando a los oyentes cuan terrible es el pecado.
Siguiendo el
ejemplo del reformador, el Dr. Martín Lutero, debemos rechazar y condenar como
impiedad todas aquellas cosas en que el mundo pecador se gloría. Debemos
declarar a los que se creen justos en sí mismos y a los que no se han convertido
y a los incrédulos que lo que ellos consideran buenas obras los hundirá en el
abismo del infierno, porque las hacen para tratar de reconciliar y aplacar a
Dios, o para lograr su propia salvación, y por ende son insultos contra Dios,
el cual declara que salvar del pecado es prerrogativa única de su santo Hijo,
Jesucristo. Por esta razón, todas las obras, no importa cuán buenas sean, que
se hacen en la incredulidad y mediante las cuales muchos procuran conseguir la
salvación, son horrible abominación y deben ser desechadas como se desecha el
veneno infernal.
No basta que
de un modo general confesemos que somos pecadores. Cualquiera persona puede
hacer esto. ¿Quién no confiesa que tiene pecados, faltas y defectos? Es
menester empero que el pecador se dé cuenta de que sus pecados son tan graves y
tan enormes, al ser pesados en la balanza de la justicia divina, que merecen la
ira de Dios y el castigo del fuego del infierno. Fue a causa del pecado que el
Hijo de Dios murió en el maldito madero de la cruz. Piensa en esto si te
inclinas a mirar el pecado con indiferencia. Hay, además, quienes no admiten
que son pecados ciertas transgresiones favoritas. Aunque esos pecados son
serpientes venenosas, no los desprenden de su seno, sino que tratan de
disculparlos con un sinnúmero de excusas. Tampoco quieren los pecadores admitir
que por naturaleza son completamente pecaminosos e impuros.
Convienen en
que hay algo pecaminoso en ellos, quizás mucho más de lo que se imaginan; pero
admitir que son por completo pecadores, totalmente formados en pecado, según la
declaración clara y expresa de la Palabra de Dios, y por ende de Dios mismo,
eso sí que no están dispuestos a admitir y confesar. Con frecuencia se les oye
decir: “No, no todo en nosotros es corrupto e impío.
Poseemos algo
bueno, quizás una pequeña llama, que sólo necesita ser abanicada y estimulada.”
A la postre,
acusan a Dios de ser mentiroso, y ellos se ensalzan como promulgadores de la
verdad. Debemos recordar que, para acatar la verdad de Dios y su Palabra, es
menester que cada persona confiese lo siguiente: “Señor, Tú tienes razón; Tú
solo eres justo y santo; yo soy por completo pecaminoso e impuro.”
Nuestro texto nos hace recordar ciertos pecados específicos. Por ejemplo, observamos con sorpresa que, aunque la escena de actividad de Juan el Bautista estaba distante de los centros populosos (bien allá en un lugar desértico), eran grandes las multitudes que iban a escucharle. San Marcos nos dice, por inspiración divina, que “todos” salían a él, que “toda” la región de Judea salía a escuchar la predicación sobre el bautismo del arrepentimiento para remisión de pecados, y que eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados. Y es de notarse que no sólo los habitantes rurales salían a él, sino también “todos los de Jerusalén.” ¿Qué hay de nuestra asistencia a la iglesia, máxime cuando en la actualidad hay mayores facilidades para asistir? ¿Asistes fielmente a la iglesia, y asistes porque te das cuenta de tu debilidad espiritual y de lo mucho que necesitas el poder divino que se te otorga en los medios de gracia? ¿Asistes a la iglesia a fin de que mediante la Ley te mires como pobre pecador y mediante el Evangelio halles el consuelo en la gracia de tu Salvador? ¿Te ocupas en meditaciones cristianas particulares, pasando momentos a solas con tu Dios y su santa Palabra? ¿Y qué hay de tu bautismo? ¿Qué valor tiene para ti tu bautismo? ¿Lo venderás por un plato de lentejas? Recuerda que recibiste el bautismo para que él te otorgue el perdón de tus pecados, el perdón que Cristo te consiguió al derramar su santa sangre en la cruz, y que el beneficio de ese bautismo es imperecedero. ¿Lo atesoras, pues, como preciosísima herencia en tu vida?
Nuestro texto nos hace recordar ciertos pecados específicos. Por ejemplo, observamos con sorpresa que, aunque la escena de actividad de Juan el Bautista estaba distante de los centros populosos (bien allá en un lugar desértico), eran grandes las multitudes que iban a escucharle. San Marcos nos dice, por inspiración divina, que “todos” salían a él, que “toda” la región de Judea salía a escuchar la predicación sobre el bautismo del arrepentimiento para remisión de pecados, y que eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados. Y es de notarse que no sólo los habitantes rurales salían a él, sino también “todos los de Jerusalén.” ¿Qué hay de nuestra asistencia a la iglesia, máxime cuando en la actualidad hay mayores facilidades para asistir? ¿Asistes fielmente a la iglesia, y asistes porque te das cuenta de tu debilidad espiritual y de lo mucho que necesitas el poder divino que se te otorga en los medios de gracia? ¿Asistes a la iglesia a fin de que mediante la Ley te mires como pobre pecador y mediante el Evangelio halles el consuelo en la gracia de tu Salvador? ¿Te ocupas en meditaciones cristianas particulares, pasando momentos a solas con tu Dios y su santa Palabra? ¿Y qué hay de tu bautismo? ¿Qué valor tiene para ti tu bautismo? ¿Lo venderás por un plato de lentejas? Recuerda que recibiste el bautismo para que él te otorgue el perdón de tus pecados, el perdón que Cristo te consiguió al derramar su santa sangre en la cruz, y que el beneficio de ese bautismo es imperecedero. ¿Lo atesoras, pues, como preciosísima herencia en tu vida?
Juan el
Bautista, por la manera como vestía y por lo que comía, predicaba otra clase de
sermón a las multitudes. Iba vestido de pelo de camello, y llevaba ceñidor de
cuero alrededor de sus lomos.
Comparemos
esta manera de vestir con la manera como visten las generaciones modernas,
especialmente ciertos jóvenes y niños de ambos sexos, y con las exigencias que
éstos ponen.
¡Grandes son
las cantidades de dinero que se gastan en ropas! Y a veces se oye la siguiente
queja: “No tengo qué ponerme.” O la impaciente pregunta: “¿Qué me pondré en
estas fiestas?” Y lo peor de todo es el menosprecio con que son mirados los
pobres y los desamparados que carecen de medios económicos. ... También se
observa la escasa dieta de langostas y miel silvestre con que se sostenía Juan
el Bautista. Hay un contraste notable entre esta dieta y las tres buenas comidas
a la que muchos están acostumbrados, sin contar los diversos refrigerios entre
comidas y los costosos banquetes de que participan muchos. Y ya que hablamos de
todo esto, no podemos pasar por alto las grandes cantidades de dinero que se
gastan en bebidas, mayormente en bebidas intoxicantes. Todos estos excesos e
inmoderaciones no serian tan notables y censurables si no hubiera tantos
Lázaros que padecen de hambre y necesidad, y si no fueran tan miserables las
ofrendas que se llevan a los lugares de donde se recibe el Pan de la Vida, el
pan espiritual, a saber: a las congregaciones cristianas.
No hay duda,
pues, de que tenemos pecados que confesar, muchos pecados, pecados innumerables
como la arena del mar; pecados que, como el peso de esa misma arena, pueden
aplastarnos eternamente. Por consiguiente, confesemos nuestros pecados. Es el
primer requisito para preparar el camino por el cual puede entrar el Señor en
nuestros corazones. Existe empero otro requisito, que es aún más importante. Es
el requisito de que depositemos toda nuestra confianza en nuestro Salvador.
II
Depositemos toda nuestra confianza en nuestro Salvador.
Tanto el
profeta Isaías como el profeta Malaquías describen la obra de Juan el Bautista.
Además, Zacarías, el padre de Juan el Bautista, recibió revelaciones respecto a
la obra de su hijo, y por medio del Espíritu Santo, declaró a su hijo la gran
obra que éste realizaría como profeta del Altísimo. Todo esto muestra la
importancia de Juan el Bautista. Jesús mismo declara que entre los nacidos de
mujer, no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista. Pero Juan el
Bautista extrae su importancia y su grandeza de nuestro Señor Jesucristo. Y lo
mismo puede decirse respecto a su obra. Él es el heraldo, el precursor, el que
preparó el camino para el Mesías, el Salvador divino y humano que habría de
venir. Pues bien, ¿quién era Aquel para quien Juan el Bautista preparó el
camino? ¿A quién promulgó él como al Mesías? ¿A quién señaló él como al Cordero
de Dios que quita el pecado del mundo? No fue otro, sino el Hijo de María
virgen, no fue otro, sino Jesús de Nazaret. Por consiguiente, no puede haber la
menor duda respecto a la identidad del Mesías. El Espíritu Santo, al bajar del
cielo durante el bautismo de Jesús, reposó sobre Jesús y lo identificó como el
Mesías prometido, el Señor. Jesús también fue identificado como el Mesías por
la voz resonante del Padre que decía: “Éste es mi Hijo amado, en el cual tengo
contentamiento; a Él oíd.” ¿Acaso no sabía Juan lo que estaba diciendo cuando
dio testimonio de Jesús y dijo que Él era el Redentor y Señor?
Por lo tanto, es insensatez, aún más, impiedad de parte de los judíos rechazar al Salvador prometido y pretender que todavía están esperando al Mesías. ¿Y por qué limitarnos a los judíos únicamente? ¿No es acaso insensato e impío el que, a pesar de toda la evidencia, persevera en su incredulidad y sigue desechando a Jesús, su único Señor y Salvador? ¡Ay de aquel que rechaza a Cristo o le trata con indiferencia! Pues al hacerlo, rechaza su propia salvación, y por medio de la incredulidad se destina a la perdición eterna. Respecto a Cristo es menester confesar y declarar con el apóstol San Pedro: “En ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre debajo del cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos.”
Por lo tanto, es insensatez, aún más, impiedad de parte de los judíos rechazar al Salvador prometido y pretender que todavía están esperando al Mesías. ¿Y por qué limitarnos a los judíos únicamente? ¿No es acaso insensato e impío el que, a pesar de toda la evidencia, persevera en su incredulidad y sigue desechando a Jesús, su único Señor y Salvador? ¡Ay de aquel que rechaza a Cristo o le trata con indiferencia! Pues al hacerlo, rechaza su propia salvación, y por medio de la incredulidad se destina a la perdición eterna. Respecto a Cristo es menester confesar y declarar con el apóstol San Pedro: “En ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre debajo del cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos.”
Cuando en tu
corazón mora esta convicción, cuando sinceramente crees en Jesús como en tu
Salvador personal, entonces le has preparado el camino por el cual puede entrar
en tu corazón, un camino liso, sin impedimentos. Y si en realidad has llegado
al conocimiento de tus pecados, no debes desesperarte por ellos, como hizo
Caín, y declarar que tus pecados son demasiado grandes como para ser
perdonados. No te lamentes, diciendo: “Para mí no hay esperanza, mi destino
está sellado y el cielo se me ha cerrado.” ¡De ningún modo! Pues, ¿qué quiere
decir que Jesús es tu Salvador? ¿Con qué fin vino a este mundo tu Redentor?
¿Por qué vivió aquí en la tierra, padeció y murió y resucitó? ¿No fue acaso
para salvar a todos los pecadores, y por cierto a ti, no importa cuán grandes y
numerosos sean tus pecados? Por lo tanto, deposita toda tu fe en Él. Exclama
con el apóstol San Pablo: “Palabra fiel es ésta, y digna de toda aceptación:
que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo
soy el primero.” Dios quiere, aún más, te pide que deposites toda tu confianza
en el Salvador de los pecadores y creas que por causa de Él Dios todopoderoso
es tu Padre y tu Amigo.
Y también
nuestro bautismo debe servirnos para confirmarnos en nuestra fe. Al oír que
Juan el Bautista, que predicó sobre el bautismo, y en efecto bautizó para la
remisión de los pecados a todos los que sinceramente confesaron su iniquidad y
culpabilidad, no podemos menos que recordar nuestro propio bautismo; pues
también nosotros fuimos bautizados para la remisión de los pecados. ¿Perdona
Dios tus pecados? ¡Bienaventurado eres si puedes contestar: “¡Sí, los perdona,
porque así me lo ha prometido en mi bautismo! Mi bautismo es la señal y
garantía divina de que por virtud de los méritos de Cristo todos mis pecados
han sido lavados. Mi bautismo lleva consigo la prometa y la seguridad divina
del perdón completo de todos mis pecados, de la gracia de Dios y de la vida
eterna.” ¡Cuánto necesitamos esta seguridad! En medio de los sinsabores y las
tribulaciones de esta vida quizás parezca que no somos hijos de Dios, sino que
sobre nosotros reposa la maldición divina y que nuestro destino es la perdición
eterna. En esos momentos debemos asirnos a nuestra fe y exclamar: “¡De ningún
modo! Mi bautismo me dice lo contrario.” ¡Qué hermoso tesoro tenemos, pues, en
nuestro bautismo! además, conserva abierta la puerta de nuestro corazón para
que Jesús entre en él.
Juan aclara
en nuestro texto lo poderoso que es Jesús como nuestro Salvador. Dice Juan:
“Viene tras mí el que es más poderoso que yo.” Y más tarde dijo Juan acerca de
Jesús: “Todas las cosas dio (el Padre) en su mano”, lo que Jesús mismo confirmó
en otra ocasión, cuando dijo: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la
tierra.” Tan poderoso es Jesús, declara Juan, que “no soy digno de desatar
encorvado la correa de sus zapatos”, una tarea verdaderamente humilde. Juan el
Bautista se inclinó hasta donde pudo ante Cristo, el Señor; pues, al fin y al
cabo, Jesús era el verdadero Dios y el Creador, y Juan era una mera criatura.
También nosotros nos damos cuenta de que somos tierra y cenizas y nos
inclinamos ante Cristo para adorarle como a nuestro Salvador y Rey. Su
omnipotencia nos sirve de gran consuelo, pues Él puede ayudarnos y socorrernos
en toda situación.
De
observación especial es el siguiente testimonio de Juan: “Yo os he bautizado
con agua; mas Él os bautizará con el Espíritu Santo.” Ésta es una gran obra que
Jesús realiza en nosotros. Sin el Espíritu Santo de ninguna manera podemos
creer. Mediante el Espíritu podemos llamar a Jesús Señor. Por el Espíritu Santo
nacemos de nuevo y tenemos vida espiritual. ¡Qué bendito es nuestro Salvador,
que nos da este poderoso don, el cual glorifica a Cristo en nuestros corazones,
y por medio del cual la santa y bendita Trinidad viene a nosotros y mora en
nosotros como en su templo!
Reconozcamos,
pues, que verdaderamente somos pecadores; pero también depositemos toda nuestra
confianza en Jesús, nuestro precioso Salvador, en tanto que obedecemos al
mandato:
“Preparad el
camino del Señor.” Siguiendo el ejemplo de Juan el Bautista, hagamos todo lo
que esté a nuestro alcance para preparar el camino de otros corazones a fin de
que Cristo entre en ellos, dando testimonio de nuestra fe, sosteniendo el
ministerio de la Palabra, contribuyendo a la gran obra misional y llevando una
vida que ponga de manifiesto nuestra fe en Cristo, para su gloria, aquí en este
mundo y allá en la eternidad. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario